sábado, 28 de septiembre de 2013

Escrito por Unknown | Etiquetas : , , , , , ,

La calma invadía el desolador paraje que se abría ante mis ojos. El zumbido de los bombardeos había enmudecido hacía ya bastante tiempo, y sólo quedaban los ecos del chisporroteo de las llamas que se alzaban en la distancia.

Sin duda, la mayor mentira del ser humano es el concepto del progreso. Reducimos la conducta humana en un concepto irreal por el cual un hombre, o una sociedad, avanza en una dirección fija. Como si nuestra mente fuese tan sencilla como un vaso de agua que sólo se llena, creemos ciegamente que siempre partimos de un punto para dirigirnos a otro: yo digo que es mentira. Una farsa. Un hombre no madura, sólo cambia. Es cierto que el tiempo da lecciones, pero también tenemos una asombrosa capacidad para olvidar que a menudo es subestimada. He visto jóvenes cuya lucidez mental se apagaba gota a gota con el paso de la edad, renegando a la brillantez de sus ideas originales; ¿Qué filósofo no acabó así?. Lo mismo pasa con todas las civilizaciones y grandes naciones, las cuales se alzan y caen, desaparecen o se convierten en algo totalmente diferente del sueño de sus primeros idearios. Todo lo que crece acaba muriendo, incluso la razón que supuestamente guía el progreso humano, tanto a nivel individual como colectivo. Lo único cierto e imperecedero es el caos que dicta los pasos de la vetusta danza de las pasiones humanas.

Aquel día aprendí de nuevo una lección que había olvidado. Había visto líderes más inteligentes y brillantes que Adolf Hitler caer, sabía bien que su propaganda era una versión ignorante del pasado, un simplismo basado en reconstrucciones tendenciosas. Yo era ese pasado mítico al que siempre se aferró el nacionalsocialismo para justificarse: yo, que he yacido con mujeres de la etnia sinti y rom, que encontré la amistad entre los eslavos del Báltico; yo, que amé a una mujer judía y lloré su muerte y la de su hermano más que la de ninguna otra de las millones de personas que había conocido. Había luchado junto a anarquistas en España y sudamérica, y había matado a más germanos que a ningún otro pueblo: yo era lo único que se podía considerar un auténtico ario. Aun así, deje que profanaran los nombres los dioses a los que mis padres se consagraban para prostituirlos en pos de su guerra, para engrandecer su pureza racial; ellos, descendientes de mil imperios y razas cuyos ancestros jamás pisaron Teutoburgo junto con Hermann y los queruscos, los marcómanos y los chattis, que llamaban a la tierra que me vio nacer Germania, nombre que nos dieron los galos y los romanos. No sólo les perimití hacer todo eso, sino que me uní a su furor. Yo, que he caminado más de mil años, me dejé engañar por su pasión.

He ahí la verdadera naturaleza del hombre y el tiempo, una fuerza tan maleable como la arcilla. La eternidad da tiempo para aprender muchas cosas, pero la estoicidad y la madurez son tan efímeras como la pasión, pero mucho menos poderosas. Porté su esvástica, ajena a mí, borracho de su fervor nacionalista; simplemente cedí las adulaciones y halagos que hicieron al único pasado que consideraba completamente mío. Maté judíos, socialistas, gitanos y eslavos por capricho de un pequeño hombre el cual sabía equivocado. Yo, que estreché la mano de Augusto, que compartí cama con Livia y Mesalina, que asesoré a Carlomagno y Napoleón en sus campañas, el inmortal que había conocido a cientos de reyes y reinas, cedí ante aquel embrujo.

Pero en aquel momento, todo daba igual. Redescubría otra vieja lección olvidada, y es cuán dulce es el sabor de la derrota. Conocí de nuevo, como había pasado muchas otras veces, que el orgullo es sólo una borrachera cuya resaca posee el más amargo de los sabores. Por eso saboreé aquella derrota. Me deshice de mi roído abrigo de las SS y lo quemé en las llamas que devoraban las ruinas de lo que tuvo que ser una taberna. Sin duda, aquella derrota fue el mejor momento que recuerdo de aquella época oscura. Por fin obtendría el anhelado descanso del guerrero.

Pero en el fondo, al igual que siempre supe que los nazis se equivocaban, sabía que el dulce sabor de la derrota no duraría mucho, ya que lo que sí es cierto es que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, y la eternidad en la que me encontraba atrapado daba testigo de ello. Sólo era cuestión de ver quién tropezaba de nuevo, si la sociedad o yo.

"Un imperio que durará mil años". Sonreí para mis adentros, ya que sólo las piedras y mi errática existencia habían durado tanto.

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